Estos días están marcados por importantes turbulencias financieras. Esto no sería noticia si no fuera porque el origen de las mismas es una decisión judicial y no el petróleo, los tipos de interés o la Reserva Federal Americana.
Lo relevante de la reciente sentencia del Tribunal Supremo de fecha de 16 de octubre es que establece que ahora son las entidades bancarias las que deben abonar el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados en las escrituras públicas de préstamo con garantía hipotecaria y no los clientes. Esto va en contra del criterio mantenido por el Tribunal Supremo hasta ahora.
Como consecuencia de esta sentencia, todo el sistema económico del país parece que, de repente, se derrumba como un castillo de naipes ¿tan débil es nuestro sistema financiero?
¿Realmente una decisión de este calibre justifica que los costes de las hipotecas han de subir? ¿Que la promoción inmobiliaria se va parar y que nuestro crecimiento económico se va a estancar? ¿Que nuestro modelo productivo va a desaparecer?
Ante esta situación, el alto tribunal anunció que paralizaba con carácter urgente todos los recursos planteados. En una nota, el presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, Luis María Díez-Picazo, explicaba que dicha decisión se basaba en el “giro radical” en la jurisprudencia y en la “enorme repercusión económica y social“.
Ha sido tanta la transcendencia que el presidente del Tribunal Supremo ha avocado al pleno del Tribunal Supremo para que el 5 de noviembre decida qué criterio mantener, como el VAR, en una final de Champions para decidir si fue penalti o no.
La avocación del pleno del Tribunal Supremo está contemplada en la Ley y no ha lugar a mayor interpretación, pero con independencia del resultado, lo que se evidencia es la presión y el poder de la Banca y lo que se traslada a la ciudadanía es que el buque insigne de nuestro ordenamiento jurídico, la más alta institución, está cuestionada y eso es mucho más relevante que el impacto económico que pueda generar al sistema financiero, que como bien sabemos será ninguno, como siempre, pues sus pérdidas las endosarán a todos los ciudadanos, bien directamente justificando un incremento de los costes de financiación a los clientes o bien indirectamente al Estado.